Presentación

La pintura de la voz (palabras con que el filósofo y escritor francés François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, calificó el arte de la escritura) nace con la pretensión de ser un lugar de intercambio de opiniones sobre literatura.
Cuando el tiempo me lo permita, iré publicando noticias interesantes del mundo literario, comentarios de libros que he leído recientemente, de mis obras favoritas, etc
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viernes, 16 de junio de 2017

Lecturas recientes: Nadie lo ha visto


Nadie lo ha visto (2003)
Mari Jungstedt

La vida es apacible en la idílica isla de Gotland, donde los barcos, los ponis y la alfarería son las formas habituales de entretenimiento. Nos encontramos en plena temporada turística, mientras los habitantes del lugar se preparan para el momento álgido de las vacaciones suecos: el 4 de julio. Pero un suceso inesperado vendrá a perturbar la tranquilidad de este lugar pintoresco.

Una joven pareja, formada por Helena Hillerström y Per Bergdal, que están pasando sus vacaciones en la isla, celebran una fiesta en su cabaña. Per discute con Kristian Nordström, ex novio de Helena, porque piensa que está toqueteándola durante un baile. Ni los anfitriones ni los huéspedes pueden evitar que el asunto se les vaya un poco de las manos.

La mañana siguiente, Helena sale a dar un paseo por la playa, pero no regresa. La encuentran más tarde, brutalmente asesinada. La mujer está desnuda y su cuerpo aparece cubierto de horripilantes heridas producidas por un hacha. Además, le han metido las bragas en la boca. El perro ha sido decapitado y le falta una pata.

La consiguiente investigación policial es dirigida por el inspector Anders Knutas, quien recibe la ayuda del arrogante detective Martin Kihlgård, de la Policía Criminal Nacional. En la plácida Gotland es importante que un acontecimiento tan extraordinario como un asesinato se mantenga oculto para no espantar a los turistas. Las primeras pesquisas llevan a encontrar el hacha de Per con sus huellas en el mango. El crimen tiene toda la pinta de haber sido cometido por el marido celoso de la víctima; en especial después de la agria discusión entre la pareja durante la fiesta de la noche anterior. Pero los investigadores siguen una pista falsa detrás de otra. A medida que avanzan las investigaciones nos damos cuenta de que el asesinato de Helena no es sino el comienzo de una tragedia que continuará en los días próximos.

Pero no tardan en surgir filtraciones en la comisaría de la policía de Visby, pues Johan Berg, un reportero de la televisión nacional, tiene un contacto dentro de la policía local. Berg consigue más de lo que va a buscar, pues en el transcurso de sus investigaciones se enamora de una mujer implicada en el misterio –es amiga de la mujer asesinada–, a pesar de que ella está casada y tiene hijos. A Knutas, un hombre sensato de mediana edad, le irrita la intrusión en el caso de los medios de comunicación, que han descubierto y quieren revelar detalles escabrosos del mismo. Knutas y su equipo siguen concienzudamente todas las pistas posibles, investigan a la familia y amigos de la mujer asesinada, un proceso durante el cual se revela mucho de la vida e historia de los habitantes de Gotland.

Diez días después del primer asesinato, aparece el cuerpo apuñalado de una coqueta peluquera local. Dos investigaciones se desarrollan en paralelo, mientras Knutas y su equipo reciben una presión cada vez mayor de los políticos locales. Por otro lado, como hemos visto, el periodista televisivo Johan Berg trata de satisfacer las demandas de su medio por llenar horas de programación con chismes relacionados con el caso. En el proceso, el intrépido Berg averigua tanto, si no más que la propia policía. A la vez, se desarrolla un juego interesante entre él y Knutas.

Knutas siente la presión de los vecinos y amigos y desea encontrar enseguida al asesino, con el deseo de que se trate de alguien de fuera de la isla, preferiblemente de alguna metrópoli “malvada” como Estocolmo.

Una tercera mujer es asesinada, y Knutas y Berg consiguen por fin aproximarse al caso, cada uno de su propia manera, hasta cercar al asesino, que ha sido el único que nadie ha visto desde que se produjo el primer asesinato.

La novela alterna de un modo muy convincente el mundo racional de la investigación y destellos de la mente del asesino, cuya horriblemente lógica explicación hunden sus profundas raíces en el pasado.

La historia está contada muy bien. El relato aparece salpicado de pinceladas macabras y hace un uso hábil del escenario tópico de la comunidad cerrada. Jungstedt retrata de forma espléndida las relaciones familiares y desvela detalles íntimos y significativos de la vida de las mujeres asesinadas y sus amigas, y de la relación afectuosa entre Knutas y su mujer.

Mari Jungstedt es otra escritora llegada de la abarrotada escena de la novela negra escandinava. Tal como ocurre en el caso de otros escritores nórdicos, la autora de Nadie lo ha visto construye unos personajes aparentemente juiciosos y saludables que se portan bien hasta el tedio, ricos y con una apariencia envidiable. Sin embargo, algunos de ellos acabarán revelándose como furiosos torrentes de pasión destructora. Además de un más que aceptable nivel literario, la novela exhibe un argumento manejado con cuidado y destreza, sus personajes y su atmósfera –la hermosa descripción de los días sin final del junio sueco– son trazados con sutileza, y el trabajo policial es plausible. Queda al final algún cabo suelto, pero la primera novela de Mari Jungstedt me ha parecido un soplo de aire fresco, un alivio necesario después de haber leído versiones autocomplacientes del género que venían avaladas por una avalancha de buenas críticas injustificadas; no miraré a ningún sitio.

A.G.

domingo, 4 de junio de 2017

Lecturas recientes: La Guerra Fría


La Guerra Fría (2005)
John Lewis Gaddis
 
Todos aquellos que ya tenemos una edad vivimos, cuando aún éramos jóvenes e inocentes, una época cuyos recuerdos se han convertido con los años en historia. Recordamos -desde luego sin una pizca de nostalgia- una época de alta tensión mundial en que Praga no era el hermoso destino turístico de hoy en día, sino una ciudad oscura bajo la ocupación soviética; un tiempo en que el Muro de Berlín se levantaba como un telón de acero (término acuñado por W. Churchill) y separaba a compatriotas, en lugar de un reclamo turístico delante del que fotografiarse sonriente; una época en que los misiles SS-20 y Pershing-2 se desplegaban por toda Europa y amenazaban destruir, con sus cabezas nucleares, cualquier objetivo que se pusiera en su punto de mira. En efecto, hace ya más de veinte años desde que Ronald Reagan y Mijail Gorbachov se reunieron en Ginebra por primera vez para dar comienzo a la última partida de ajedrez de la Guerra Fría, que acabaría con el colapso del comunismo soviético.

Vista en retrospectiva, la Guerra Fría parece conducir inexorablemente a un triunfo de Occidente. Gaddis, sin embargo, lo ve de otro modo: las contingencias de los individuos, ideas, decisiones críticas, escapadas por los pelos, oportunidades perdidas y peligros acechantes se entretejieron para proporcionarle al conflicto su carácter y trayectoria singulares.

John L. Gaddis, profesor en la universidad de Yale, se dirige a sus estudiantes, que apenas tenían cinco años cuando cayó el Muro de Berlín y que, tal como afirma el autor de este brillante estudio, ven este acontecimiento como algo tan distante como pueda ser la Guerra del Peloponeso. Gaddis, uno de los más distinguidos historiadores de la geopolítica posterior a la Segunda Guerra Mundial, afirma haber escrito La Guerra Fría deliberadamente para esta generación, incapaz de comprender que un régimen tan transitorio como la URSS hubiera sido capaz de crear tanto miedo; para una generación que no entiende la moralidad y el clima intelectual de un mundo que vivía bajo la amenaza de una asegurada destrucción nuclear mutua.

Gaddis elabora un relato revelador de la historia de Europa con la lucidez de argumentación de alguien que comprime la esencia de la investigación de toda una vida en un marco filosófico. En efecto, Gaddis va más allá de la narrativa para examinar los principios por los cuales dos sistemas políticos antitéticos, cada uno armado con la capacidad de acabar con la vida en el planeta, trató de obtener el dominio global. También resulta apologético en su conclusión: el mundo es un lugar mejor gracias a que el conflicto se luchó y se ganó del modo en que se hizo.

El autor remonta el origen del conflicto a la época en que la guerra contra Hitler aún no estaba ganada. Un período en el que los diferentes miembros de la coalición alidada ya estaban enfrentados entre sí. Algún tiempo después, en lugar de encontrar una causa común en la derrota de los Nazis, Stalin profetizó una nueva clase de guerras y el desmoronamiento del Capitalismo. Sin embargo, la animadversión del dictador soviético hacia la sociedad occidental no era el resultado de una mente paranoica, tal como explica Gaddis; Stalin no veía enemigos en cualquier sitio, más bien los inventó porque los necesitaba.

El carácter de la Guerra Fría fue determinado desde el primer momento por el lanzamiento de las bombas atómicas en Iroshima NagasakiTruman y Stalin sabían, no obstante, que la utilización de armas atómicas supondría el fin del mundo. Los políticos tuvieron que arrebatarles el control a los generales y luchar las guerras de una forma diferente para que el mundo no acabara aniquilado. Ése es el motivo por el cual Truman jamás permitió que el Pentágono supiera cuántas bombas atómicas poseía Estados Unidos, de modo que ambas superpotencias se mantuvieron relativamente tranquilas durante la Guerra de Corea. No en vano, Truman se quitó de en medio al general Douglas MacArthur, como modo de asegurarse de que no habría opción nuclear posible.

En la confrontación entre comunistas y capitalistas, las superpotencias se convirtieron en prisioneras de sus propias alianzas estratégicas. A ninguno de los bandos les gustaban sus aliados coreanos. En Europa, los Norteamericanos fueron desafiados por Francia y acabaron frustrados por Alemania; apoyaron dictaduras repugnantes en Sudamérica, África y Vietnam. La Unión Soviética se vio implicada en una relación ideológica con China que acabaría convirtiéndose en una pesadilla. Mao Ze-Dong, que aún era un aliado soviético en 1956, insistió en que Jruschov invadiera Hungría cuando el líder soviético dudada si hacerlo o no, y acabó rompiendo con la URSS. Un mundo ideológicamente dividido había mutado en uno de innumerables conexiones contradictorias.

Gaddis concluye que la distensión fue un invento de los años Kissinger-Brezhnev, no para poner fin a la Guerra Fría, sino para manejarla. Las alianzas inestables requerían de ambos adversarios entenderse mejor el uno al otro. Poco importaba si eso significaba que se les negara para siempre la libertad a millones de personas en Europa oriental y el mundo comunista, mientras éstas les estaban garantizadas a los ciudadanos del mundo occidental. Ése era el precio que Kissinger pensó merecía la pena pagar en pro de la seguridad global.

Así pues, para acabar con la Guerra Fría, en primer lugar había que acabar con la distensión, lo cual se logró, tal como argumenta Gaddis, gracias a un acto de desafío contra las fuerzas del determinismo histórico por medio de unos pocos individuos clave; aquellos a los que él llama “actores” y que “ampliaron el espectro de la posibilidad histórica”: Ronald Reagan, Juan Pablo II, Margaret Thatcher, Lech Walesa y Mijail Gorbachov.

Hubo un cierto sentido de congruencia moral en el hecho de que Polonia, entregada a Stalin en Yalta, fuera el escenario en el que comenzó el derribo de la dictadura soviética. Con todo, la caída del comunismo fue también el resultado de uno de los últimos actos de distensión: la firma por parte de la URSS de la Declaración de los Derechos Humanos de Helsinki de 1975.

Gorbachov se convirtió en el héroe de Occidente, pero en realidad fracasó, tal como lo ve Gaddis, pues jamás llegó a ser un líder en el modo en que los fueron sus colegas occidentales o Deng Xiaoping. Gorbachov quería salvar el socialismo, pero no hizo uso de la fuerza para conseguirlo. Tuvo la mala suerte de que estos dos fines fueran incompatibles. Por eso, al final prefirió abandonar una ideología, un imperio y su propio país, antes que hacer uso de la fuerza. Su contribución a un bien superior le hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz. La URSS se había venido abajo, con todo su arsenal nuclear y sus armas perfectamente intactas.

La lucha de Estados Unidos con la Unión Soviética y el Comunismo durante la Guerra Fría es el mito fundador clave del estado norteamericano moderno; un estado completamente diferente en muchos aspectos del que existía antes de los años 40. La Guerra Fría terminó en lo que ha sido retratado generalmente en EEUU como una victoria absoluta que implicó no sólo la derrota apabullante del enemigo y la desaparición de su ideología, sino la disolución de la URSS como estado. El alcance de esta victoria ha sido el responsable de gran parte del subsiguiente comportamiento patológico del establishment político de EEUU. Creo, en definitiva, que la obra de Gaddis contribuye a nuestra consideración de la Guerra Fría, a la vez que nos proporciona una imagen del modo en que la mayoría del establishment norteamericano y las clases educadas del país ven el conflicto.

A.G.