La Guerra Fría (2005)
John Lewis Gaddis
Todos aquellos que ya
tenemos una edad vivimos, cuando aún éramos jóvenes e inocentes, una época
cuyos recuerdos se han convertido con los años en
historia. Recordamos -desde luego sin una pizca de nostalgia- una época de alta
tensión mundial en que Praga no era el hermoso destino turístico de hoy en día,
sino una ciudad oscura bajo la ocupación soviética; un tiempo en que el Muro
de Berlín se levantaba como un telón de acero (término acuñado
por W. Churchill) y separaba a compatriotas, en lugar de un reclamo
turístico delante del que fotografiarse sonriente; una época en que los misiles
SS-20 y Pershing-2 se desplegaban por toda Europa y amenazaban destruir, con sus
cabezas nucleares, cualquier objetivo que se pusiera en su punto de
mira. En efecto, hace ya más de veinte años desde que Ronald Reagan y
Mijail Gorbachov se reunieron en Ginebra por primera vez para dar
comienzo a la última partida de ajedrez de la Guerra Fría, que acabaría con el
colapso del comunismo soviético.
Vista en
retrospectiva, la Guerra Fría parece conducir inexorablemente a un triunfo de
Occidente. Gaddis, sin embargo, lo ve de otro modo: las contingencias de los
individuos, ideas, decisiones críticas, escapadas por los pelos, oportunidades
perdidas y peligros acechantes se entretejieron para proporcionarle al
conflicto su carácter y trayectoria singulares.
John L. Gaddis,
profesor en la universidad de Yale, se dirige a sus estudiantes, que apenas
tenían cinco años cuando cayó el Muro de Berlín y que, tal como afirma el autor
de este brillante estudio, ven este acontecimiento como algo tan distante como
pueda ser la Guerra del Peloponeso. Gaddis, uno de los más distinguidos
historiadores de la geopolítica posterior a la Segunda Guerra Mundial, afirma
haber escrito La Guerra Fría deliberadamente para esta generación, incapaz de
comprender que un régimen tan transitorio como la URSS hubiera sido capaz de
crear tanto miedo; para una generación que no entiende la moralidad y el clima
intelectual de un mundo que vivía bajo la amenaza de una asegurada
destrucción nuclear mutua.
Gaddis elabora un
relato revelador de la historia de Europa con la lucidez de argumentación de
alguien que comprime la esencia de la investigación de toda una vida en un
marco filosófico. En efecto, Gaddis va más allá de la narrativa para examinar
los principios por los cuales dos sistemas políticos antitéticos, cada uno
armado con la capacidad de acabar con la vida en el planeta, trató de obtener
el dominio global. También resulta apologético en su conclusión: el mundo es un
lugar mejor gracias a que el conflicto se luchó y se ganó del modo en que se
hizo.
El autor remonta el
origen del conflicto a la época en que la guerra contra Hitler aún
no estaba ganada. Un período en el que los diferentes miembros de la coalición
alidada ya estaban enfrentados entre sí. Algún tiempo después, en lugar de encontrar una causa
común en la derrota de los Nazis, Stalin profetizó una nueva
clase de guerras y el desmoronamiento del Capitalismo. Sin embargo, la
animadversión del dictador soviético hacia la sociedad occidental no era el
resultado de una mente paranoica, tal como explica Gaddis; Stalin no veía
enemigos en cualquier sitio, más bien los inventó porque los necesitaba.
El carácter de la
Guerra Fría fue determinado desde el primer momento por el lanzamiento de las
bombas atómicas en Iroshima y Nagasaki. Truman y
Stalin sabían, no obstante, que la utilización de armas atómicas supondría el
fin del mundo. Los políticos tuvieron que arrebatarles el control a los
generales y luchar las guerras de una forma diferente para que el mundo no
acabara aniquilado. Ése es el motivo por el cual Truman jamás permitió que el
Pentágono supiera cuántas bombas atómicas poseía Estados Unidos, de modo que ambas superpotencias se mantuvieron relativamente tranquilas durante la Guerra de Corea. No en vano,
Truman se quitó de en medio al general Douglas MacArthur, como modo de
asegurarse de que no habría opción nuclear posible.
En la confrontación
entre comunistas y capitalistas, las superpotencias se convirtieron en prisioneras
de sus propias alianzas estratégicas. A ninguno de los bandos les gustaban
sus aliados coreanos. En Europa, los Norteamericanos fueron desafiados por
Francia y acabaron frustrados por Alemania; apoyaron dictaduras repugnantes en
Sudamérica, África y Vietnam. La Unión Soviética se vio implicada en una
relación ideológica con China que acabaría convirtiéndose en una
pesadilla. Mao Ze-Dong, que aún era un aliado soviético en 1956,
insistió en que Jruschov invadiera Hungría cuando el líder
soviético dudada si hacerlo o no, y acabó rompiendo con la URSS. Un mundo
ideológicamente dividido había mutado en uno de innumerables
conexiones contradictorias.
Gaddis concluye que la
distensión fue un invento de los años Kissinger-Brezhnev, no para
poner fin a la Guerra Fría, sino para manejarla. Las alianzas inestables
requerían de ambos adversarios entenderse mejor el uno al otro. Poco importaba
si eso significaba que se les negara para siempre la libertad a millones de
personas en Europa oriental y el mundo comunista, mientras éstas les estaban
garantizadas a los ciudadanos del mundo occidental. Ése era el precio que
Kissinger pensó merecía la pena pagar en pro de la seguridad global.
Así pues, para acabar
con la Guerra Fría, en primer lugar había que acabar con la distensión, lo cual
se logró, tal como argumenta Gaddis, gracias a un acto de desafío contra las
fuerzas del determinismo histórico por medio de unos pocos individuos clave;
aquellos a los que él llama “actores” y que “ampliaron el espectro de la
posibilidad histórica”: Ronald Reagan, Juan Pablo II, Margaret Thatcher, Lech
Walesa y Mijail Gorbachov.
Hubo un cierto sentido
de congruencia moral en el hecho de que Polonia, entregada a Stalin en Yalta, fuera el escenario en el que comenzó
el derribo de la dictadura soviética. Con todo, la caída del
comunismo fue también el resultado de uno de los últimos actos de distensión:
la firma por parte de la URSS de la Declaración de los Derechos Humanos
de Helsinki de 1975.
Gorbachov se convirtió
en el héroe de Occidente, pero en realidad fracasó, tal como lo ve Gaddis, pues
jamás llegó a ser un líder en el modo en que los fueron sus colegas
occidentales o Deng Xiaoping. Gorbachov quería salvar el socialismo, pero no
hizo uso de la fuerza para conseguirlo. Tuvo la mala suerte de que estos dos
fines fueran incompatibles. Por eso, al final prefirió abandonar una ideología,
un imperio y su propio país, antes que hacer uso de la fuerza. Su contribución
a un bien superior le hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz. La URSS se
había venido abajo, con todo su arsenal nuclear y sus armas perfectamente
intactas.
La lucha de Estados
Unidos con la Unión Soviética y el Comunismo durante la Guerra Fría es el mito
fundador clave del estado norteamericano moderno; un estado completamente
diferente en muchos aspectos del que existía antes de los años 40. La Guerra
Fría terminó en lo que ha sido retratado generalmente en EEUU como una victoria
absoluta que implicó no sólo la derrota apabullante del enemigo y la
desaparición de su ideología, sino la disolución de la URSS como estado.
El alcance de esta victoria ha sido el responsable de gran parte del
subsiguiente comportamiento patológico del establishment político de EEUU.
Creo, en definitiva, que la obra de Gaddis contribuye a nuestra consideración
de la Guerra Fría, a la vez que nos proporciona una imagen del modo en que la
mayoría del establishment norteamericano y las clases educadas del país ven el
conflicto.
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