Presentación

La pintura de la voz (palabras con que el filósofo y escritor francés François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, calificó el arte de la escritura) nace con la pretensión de ser un lugar de intercambio de opiniones sobre literatura.
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domingo, 4 de junio de 2017

Lecturas recientes: La Guerra Fría


La Guerra Fría (2005)
John Lewis Gaddis
 
Todos aquellos que ya tenemos una edad vivimos, cuando aún éramos jóvenes e inocentes, una época cuyos recuerdos se han convertido con los años en historia. Recordamos -desde luego sin una pizca de nostalgia- una época de alta tensión mundial en que Praga no era el hermoso destino turístico de hoy en día, sino una ciudad oscura bajo la ocupación soviética; un tiempo en que el Muro de Berlín se levantaba como un telón de acero (término acuñado por W. Churchill) y separaba a compatriotas, en lugar de un reclamo turístico delante del que fotografiarse sonriente; una época en que los misiles SS-20 y Pershing-2 se desplegaban por toda Europa y amenazaban destruir, con sus cabezas nucleares, cualquier objetivo que se pusiera en su punto de mira. En efecto, hace ya más de veinte años desde que Ronald Reagan y Mijail Gorbachov se reunieron en Ginebra por primera vez para dar comienzo a la última partida de ajedrez de la Guerra Fría, que acabaría con el colapso del comunismo soviético.

Vista en retrospectiva, la Guerra Fría parece conducir inexorablemente a un triunfo de Occidente. Gaddis, sin embargo, lo ve de otro modo: las contingencias de los individuos, ideas, decisiones críticas, escapadas por los pelos, oportunidades perdidas y peligros acechantes se entretejieron para proporcionarle al conflicto su carácter y trayectoria singulares.

John L. Gaddis, profesor en la universidad de Yale, se dirige a sus estudiantes, que apenas tenían cinco años cuando cayó el Muro de Berlín y que, tal como afirma el autor de este brillante estudio, ven este acontecimiento como algo tan distante como pueda ser la Guerra del Peloponeso. Gaddis, uno de los más distinguidos historiadores de la geopolítica posterior a la Segunda Guerra Mundial, afirma haber escrito La Guerra Fría deliberadamente para esta generación, incapaz de comprender que un régimen tan transitorio como la URSS hubiera sido capaz de crear tanto miedo; para una generación que no entiende la moralidad y el clima intelectual de un mundo que vivía bajo la amenaza de una asegurada destrucción nuclear mutua.

Gaddis elabora un relato revelador de la historia de Europa con la lucidez de argumentación de alguien que comprime la esencia de la investigación de toda una vida en un marco filosófico. En efecto, Gaddis va más allá de la narrativa para examinar los principios por los cuales dos sistemas políticos antitéticos, cada uno armado con la capacidad de acabar con la vida en el planeta, trató de obtener el dominio global. También resulta apologético en su conclusión: el mundo es un lugar mejor gracias a que el conflicto se luchó y se ganó del modo en que se hizo.

El autor remonta el origen del conflicto a la época en que la guerra contra Hitler aún no estaba ganada. Un período en el que los diferentes miembros de la coalición alidada ya estaban enfrentados entre sí. Algún tiempo después, en lugar de encontrar una causa común en la derrota de los Nazis, Stalin profetizó una nueva clase de guerras y el desmoronamiento del Capitalismo. Sin embargo, la animadversión del dictador soviético hacia la sociedad occidental no era el resultado de una mente paranoica, tal como explica Gaddis; Stalin no veía enemigos en cualquier sitio, más bien los inventó porque los necesitaba.

El carácter de la Guerra Fría fue determinado desde el primer momento por el lanzamiento de las bombas atómicas en Iroshima NagasakiTruman y Stalin sabían, no obstante, que la utilización de armas atómicas supondría el fin del mundo. Los políticos tuvieron que arrebatarles el control a los generales y luchar las guerras de una forma diferente para que el mundo no acabara aniquilado. Ése es el motivo por el cual Truman jamás permitió que el Pentágono supiera cuántas bombas atómicas poseía Estados Unidos, de modo que ambas superpotencias se mantuvieron relativamente tranquilas durante la Guerra de Corea. No en vano, Truman se quitó de en medio al general Douglas MacArthur, como modo de asegurarse de que no habría opción nuclear posible.

En la confrontación entre comunistas y capitalistas, las superpotencias se convirtieron en prisioneras de sus propias alianzas estratégicas. A ninguno de los bandos les gustaban sus aliados coreanos. En Europa, los Norteamericanos fueron desafiados por Francia y acabaron frustrados por Alemania; apoyaron dictaduras repugnantes en Sudamérica, África y Vietnam. La Unión Soviética se vio implicada en una relación ideológica con China que acabaría convirtiéndose en una pesadilla. Mao Ze-Dong, que aún era un aliado soviético en 1956, insistió en que Jruschov invadiera Hungría cuando el líder soviético dudada si hacerlo o no, y acabó rompiendo con la URSS. Un mundo ideológicamente dividido había mutado en uno de innumerables conexiones contradictorias.

Gaddis concluye que la distensión fue un invento de los años Kissinger-Brezhnev, no para poner fin a la Guerra Fría, sino para manejarla. Las alianzas inestables requerían de ambos adversarios entenderse mejor el uno al otro. Poco importaba si eso significaba que se les negara para siempre la libertad a millones de personas en Europa oriental y el mundo comunista, mientras éstas les estaban garantizadas a los ciudadanos del mundo occidental. Ése era el precio que Kissinger pensó merecía la pena pagar en pro de la seguridad global.

Así pues, para acabar con la Guerra Fría, en primer lugar había que acabar con la distensión, lo cual se logró, tal como argumenta Gaddis, gracias a un acto de desafío contra las fuerzas del determinismo histórico por medio de unos pocos individuos clave; aquellos a los que él llama “actores” y que “ampliaron el espectro de la posibilidad histórica”: Ronald Reagan, Juan Pablo II, Margaret Thatcher, Lech Walesa y Mijail Gorbachov.

Hubo un cierto sentido de congruencia moral en el hecho de que Polonia, entregada a Stalin en Yalta, fuera el escenario en el que comenzó el derribo de la dictadura soviética. Con todo, la caída del comunismo fue también el resultado de uno de los últimos actos de distensión: la firma por parte de la URSS de la Declaración de los Derechos Humanos de Helsinki de 1975.

Gorbachov se convirtió en el héroe de Occidente, pero en realidad fracasó, tal como lo ve Gaddis, pues jamás llegó a ser un líder en el modo en que los fueron sus colegas occidentales o Deng Xiaoping. Gorbachov quería salvar el socialismo, pero no hizo uso de la fuerza para conseguirlo. Tuvo la mala suerte de que estos dos fines fueran incompatibles. Por eso, al final prefirió abandonar una ideología, un imperio y su propio país, antes que hacer uso de la fuerza. Su contribución a un bien superior le hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz. La URSS se había venido abajo, con todo su arsenal nuclear y sus armas perfectamente intactas.

La lucha de Estados Unidos con la Unión Soviética y el Comunismo durante la Guerra Fría es el mito fundador clave del estado norteamericano moderno; un estado completamente diferente en muchos aspectos del que existía antes de los años 40. La Guerra Fría terminó en lo que ha sido retratado generalmente en EEUU como una victoria absoluta que implicó no sólo la derrota apabullante del enemigo y la desaparición de su ideología, sino la disolución de la URSS como estado. El alcance de esta victoria ha sido el responsable de gran parte del subsiguiente comportamiento patológico del establishment político de EEUU. Creo, en definitiva, que la obra de Gaddis contribuye a nuestra consideración de la Guerra Fría, a la vez que nos proporciona una imagen del modo en que la mayoría del establishment norteamericano y las clases educadas del país ven el conflicto.

A.G.

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