Julio César: La grandeza del héroe (1958)
Hans Oppermann
La vida de Julio César ha
fascinado a lo largo de los siglos a personas de toda índole, entre las que
desde luego hemos de incluir a historiadores, novelistas o dramaturgos de
renombre. La obra de Hans Oppermann nos presenta la doble vertiente del
personaje: el hombre el público y el hombre privado. El político y hombre de
estado que, sirviéndose de su habilidad como general, acabó por hacerse con el
poder supremo en la República Romana y se convirtió en su dueño absoluto. El
escritor que relata con detalle y pasión su campaña en las Galias, esposo de
tres mujeres y amante de otras (y supuestamente también de otros)… El
estratega. El gobernante magnánimo que no hacía un uso gratuito de la violencia
y que fue asesinado por algunos de los muchos hombres a los que perdonó la
vida. El hombre que abrió las puertas del nuevo Imperio a su delfín Octavio y
cuyo nombre –César– se convirtió en un título con el que honraron su nombre los
sucesivos emperadores romanos. Un título que simbolizada el poder supremo y
legítimo del que aún encontramos reminiscencias en el siglo XX, durante el cual
hombres poderosos adoptaron los títulos de Kaiser
o Zar, como tributo a Julio César.
Oppermann repasa en su brillante
estudio las diferentes etapas de la vida del personaje: desde los poco
conocidos años de su infancia, turbulenta juventud y prometedora carrera
política, durante la cual se relacionó –aunque de diferentes maneras– con
personajes como Mario, Cinna, Sila o Cicerón, hasta su acceso al consulado.
Julio César fue un fugitivo, prisionero de piratas, a los que acabaría
ajusticiando, líder militar, abogado y cónsul en Hispania y la Galia, donde
llevó a cabo una impresionante serie de duras campañas contra los diferentes pueblos
bárbaros, que no dio por terminadas hasta llevarse esposado a Roma a
Vercingétorix, el líder galo de la tribu de los Arvernos.
A Julio César jamás le faltó el
valor necesario, si bien siempre actuó de acuerdo con los dictados de la razón.
Fue paciente y perseverante con los Galos, calculador y decidido con Pompeyo, a
quien trató con todos lo medios de convertir en su aliado, magnánimo con sus
enemigos. Cruzó el Rubicón y emprendió una lucha encarnecida contra los
pompeyanos, que hubo de continuar incluso después del vil asesinato de Pompeyo
en Egipto; una crueldad sin sentido que Julio César recriminó a Ptolomeo, quien
se sirvió de la traición de los propios hombres de Pompeyo para entregarle su
cabeza a Julio César, en cuyo ánimo estuvo siempre restablecer la amistad entre
los dos.
Tras el final de la Guerra Civil,
triunfador de campañas militares que lo llevaron de una punta a otra del
Mediterráneo, e incluso más allá (Veni, vidi, vici), Julio César se convirtió en dictador. Fue
aclamado e idolatrado por sus legiones y por el pueblo, con quienes compartió
la inmensa riqueza de sus botines de guerra.
Sin embargo, sus actos –a veces
excesivamente despóticos– no fueron del agrado de todos, ni siquiera de
aquellos a los que perdonó la vida, y se urdió una conspiración que acabó con
su violento asesinato a las puertas del Teatro de Pompeyo el 15 de marzo del
año 44 a .C.
(A propósito de este asunto recomiendo Los
Idus de Marzo (1948), la entretenida novela histórica del escritor
norteamericano Thornton Wilder.)
El legado de Julio César –el que fuera gran admirador de Alejandro Magno– es inmenso, tal como Oppermann desgrana en uno de
los capítulos finales de su obra; un legado historiográfico tanto como político… pero ésa es otra historia.
A.G.
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