Sábado (2005)
Ian McEwan
Comienza el fin
de semana para el neurocirujano londinense Henry Perowne. Un fin de semana de febrero de 2003 durante el cual se alternan momentos de dicha y de tensión,
mientras los pensamientos del protagonista viajan al pasado y al posible
futuro.
Aún no ha
amanecido cuando Henry se levanta de la cama; se siente alerta e
inexplicablemente eufórico. A través de los cristales ve un avión que desciende
sobre la Torre de Correos, dejando en su caída el rastro de humo de su ala
incendiada. Henry piensa que
podría ser otro ataque terrorista y aquello desvanece al instante su visión
eufórica del mundo para abrir paso a unos sentimientos horribles de pánico y
muerte. Henry se pregunta si puede hacer algo al respecto, pero concluye que no
hay nada útil que él pueda hacer y esa pasividad como mero observador le
perturba.
Por otro lado,
no es un sábado cualquiera en Londres, pues es el día de la mayor manifestación
antibelicista jamás vista en la ciudad. A pesar de compartir a regañadientes la
paranoia nacional, la inteligencia de Perowne es capaz de comprender los dos
puntos de vista antagónicos sobre Irak, la agresión y el apaciguamiento.
Consigue así esquivar a los partidarios de una y otra posición y afrontar el
nuevo día centrado en sus propios planes y pensamientos.
Otras
necesidades compiten por su atención: la sensualidad familiar de hacer el amor
con su mujer, el habitual partido de squash con el anestesista que le asiste en
sus operaciones, una visita a su madre, quien, a causa del Alzheimer, ya no le
reconoce, y el regreso de su hija, Daisy, de París. Es un día con muchas cosas
que hacer.
Perowne
es un hombre afortunado. Además de tener un trabajo que le reporta satisfacción
y los privilegios propios de la clase media alta, disfruta de una gozosa vida
doméstica. Tiene dos hijos con éxito, Daisy, que está a punto de publicar su
primera colección de poesía, y Theo, un talentoso músico de blues. También
tiene una mujer encantadora, Rosalind, de quien sigue profundamente enamorado
después de casi un cuarto de siglo de matrimonio. Pero lejos de ser un hombre
engreído, Perowne es consciente del mundo en que vive –los tumultuosos inicios
del siglo XX, tras los días de miedo y desconcierto que siguieron al Once de
Septiembre y la Guerra de Irak– y de que ni siquiera su inclinación natural
hacia el optimismo puede protegerle de la oscuridad de su tiempo.
A
medida que Perowne prosigue con los placeres y tareas de su día de descanso, persiste
esta tensión entre la esfera personal y la pública. Perowne se ve atrapado
entre la viveza y claridad de sus placeres privados y sensuales y las
complicadas exigencias del mundo exterior. El mundo está siempre a la puerta,
tocando sobre ella para que le dejen entrar, de modo que el derecho que Perowne
reclama –que lo dejen vivir en paz– está constantemente amenazado. De hecho,
mientras conduce hacia el lugar en que ha de disputar el partido de squash, la
manifestación en contra de la guerra de Irak le obliga a desviarse de su ruta
habitual y acaba envuelto en un accidente de coche aparentemente sin
importancia. Los ocupantes del otro vehículo piden de inmediato una
compensación por los daños causados en su coche y cuando Perowne se niega a
pagar la violencia hace acto de presencia. Prowne logra escaparse gracias a sus
conocimientos médicos, lo cual le hace dudar de la moralidad que existe en su
utilización de la autoridad médica como si se tratara de una pistola, aunque
sea en un acto de defensa propia.
De
vuelta a casa por la noche, mientras preside una reunión familiar –su hijo ha
regresado del ensayo con la banda, su hija acaba de llegar de París, su anciano
suegro también está en la ciudad–, su esposa regresa de la ciudad para
completar la fiesta, pero lo hace seguida de unos violentos invasores que
convierten la cena familiar en una pesadilla de cuchillos y agresiones que no
encontrará un final feliz más que gracias a la recitación de una poema y la
milagrosa transformación que éste consigue en el cabecilla de los delincuentes.
De nuevo, como al comienzo, los sentimientos de culpabilidad e indefensión
conducen al inevitable conflicto entre odio y compasión por el enemigo. He aquí
precisamente donde se erige como elemento pacificador la capacidad
transformadora del arte. Con todo, volvemos a encontrarnos al final con aquel
mencionado sentimiento de ambigüedad moral; un gesto aparentemente perfecto de
perdón por parte de Perowne que bien podría no ser más que un intento de
reafirmar su control sobre el enemigo, o incluso un tipo de venganza. La novela
termina, de hecho, con un acorde algo disonante de tranquilidad restablecida e
incertidumbre persistente.
McEwan
presenta sus temas con eficiencia y claridad y demuestra un perfecto control
sobre su material y una coherencia y elegancia estructural. Demuestra,
además, su gran talento por la observación, extraordinariamente precisa. En Sábado nada aparece forzado; la atención
madura del autor ilumina todo aquello en lo que pone sus ojos. En este sentido,
McEwan encuentra en Henry Perowne su alterego ideal. Exacto y erudito, es una
persona que examina todo en su vida. Palpa la experiencia, en busca de señales
vitales.
McEwan
parece cristalizar el estado de la sociedad en un momento muy concreto, el de
Londres antes de los ataques terroristas de 2005, acontecimiento que parece
profetizar el autor en las últimas páginas de la novela. Ésta capta en efecto
un sentimiento de ansiedad que venía construyéndose desde los acontecimientos
del once de septiembre de 2001 y se había convertido en un hecho ineludible de
la vida de Londres. En este sentido, Sábado
transmite un sentimiento de nefasta inevitabilidad. El avión en llamas que está
a punto de estrellarse en Londres es un espectáculo que a Perowne le resulta
descorazonadoramente familiar. Pero también hay otros aspectos
menores que en realidad son más relevantes en la vida de los personajes y que le hacen
reflexionar sobre si está perdiendo el contacto con sus hijos. Además, está el
mencionado asunto de la guerra, que martillea su cabeza mediante el golpeteo de
los tambores por los manifestantes que protestan en las calles de Londres.
Una
espléndida novela postmoderna en la que McEwan vuelve a sorprendernos con su
brillante clarividencia y aguda percepción de la realidad.
A.G.
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