Ben-Hur
(1880)
Lewis
Wallace
En
primer lugar, y aunque pueda parecer lo contrario, éste sigue siendo un blog
literario. No es en absoluto mi intención hacer una reseña de la famosa película
de William Wyler, protagonizada por el oscarizado Charlton Heston. Es cierto
que cuando se escucha hablar de Ben-Hur, es inevitable recordar uno de los
largometrajes más famosos de la historia del cine; una película que ha
cautivado al público de varias generaciones. Me consta, tal como he podido
comprobar recientemente, que la película es conocida incluso por buena parte
del público adolescente, a pesar de no tratarse de una cinta que cumpla las
peculiares exigencias de los más jóvenes. Mostrada en televisión decenas,
centenares de veces, quién no la ha visto en alguna ocasión o no recuerda alguna
de sus escenas más gloriosas: la adoración de los Reyes Magos, la batalla
naval, la carrera de cuadrigas, el hallazgo de las leprosas en la tenebrosa
Torre Antonia o la crucifixión de Jesús.
La
película, estrenada en 1959, fue merecedora de once premios Óscar, y si bien
son muchos los méritos intrínsecos de la misma (interpretación, fotografía,
diseño de producción, montaje o ¡banda sonora!, compuesta por Miklós Rózsa), no
debemos obviar que lo más cautivador de la película es su excelente guión, lo
que a mi juicio ha contribuido de forma decisiva a elevarla al Olimpo
cinematográfico. Este estupendo guión está basado en una notable novela
homónima, publicada en 1880 por el escritor norteamericano Lewis Wallace.
El
guión de la película difiere, aunque no de forma notable, de la novela. Resulta
lógico, pues estamos hablando de una obra de más seiscientas páginas. No es,
por supuesto, mi intención comparar película y novela y exponer cuáles son las
omisiones o las variaciones narrativas que presenta la película. Haberlas las hay,
pero en esencia la película se atiene al argumento y a las diferentes tramas de
la novela.
Para
entender la novela, su complejidad y el profundo espíritu cristiano que
destila, me parece imprescindible arrojar luz sobre los motivos que llevaron a
su escritura a Lewis Wallace, general del ejército de la Unión durante la
Guerra de Secesión, juez y gobernador de Nuevo México. Se dice que un día se
encontraron en un tren Lewis Wallace y el conocido ateo Robert G. Ingersoll,
quien negaba públicamente la existencia de Dios. Sabedor de que Wallace era un
hombre culto e inteligente, le animó a reunir el material suficiente para escribir
un libro que demostrara la falsedad de Jesucristo y de la misma base del
Cristianismo. Wallace se puso manos a la obra y, tras una exhaustiva etapa de
documentación, escribió Ben-Hur. En
este tiempo Wallace había llegado a varias conclusiones: Jesucristo no sólo era
una figura histórica real, sino que era el Hijo de Dios y el Salvador del
mundo. Y, lo que le resultó a él de mayor relevancia: Jesucristo era la
respuesta a las necesidades de la propia vida de Wallace, quien acabó
convirtiéndose en un verdadero discípulo de Aquel de cuya existencia había
dudado hasta entonces. De hecho, una de las escenas con mayor significado de la
novela es aquella en la que Ben-Hur les habla a sus amigos de los milagros que
ha visto hacer a Jesús –convertir el
agua en vino o resucitar a un muerto– y les pregunta su opinión. Baltasar le
responde con una alabanza a la grandeza de Dios. El propio Wallace, como
Baltasar, llegó a reconocer a la grandeza de Dios y confesó haberse convertido
en creyente. Demos las gracias pues a Mr Ingersoll, pues de no haber sido por su
error y tozudez no habríamos disfrutado de esta novela.
Es
bien cierto que se ha cuestionado el valor literario de Ben-Hur, aunque también queda fuera de toda duda que la obra de
Wallace estableció un nuevo subgénero dentro de la ficción histórica: la novela
bíblica. Desde luego, el significado histórico de la novela supera su valor
puramente literario. Se echa en falta una caracterización más compleja de los
personajes y puede criticarse que algunas descripciones sean extensas y recargadas.
Sí creo, en contra de algunas opiniones, que las coincidencias argumentales
resultan verosímiles.
Notables
son, desde luego, las meticulosas descripciones del Mundo Antiguo, que
proporcionan a la historia una inmediatez de la que carecen otras novelas del
género. Wallace rompe con el mito en numerosas situaciones a favor de la
precisión histórica. Se aprecia en la escena de la Natividad o en la que Juan
el Bautista bendice a Jesús, que vemos a través de los ojos del propio Ben-Hur,
quien recela de Juan. La escena de la carrera de cuadrigas está perfectamente
documentada; Wallace dedica cuatro páginas a una exhaustiva descripción del
escenario. El caos suscitado en Jerusalén durante los últimos tres días de la
vida de Jesús es palpable en la novela. El propio Ben-Hur observa los
acontecimientos, recoge información aquí y allá, sin saber qué ocurrirá al
final. Ve a su ejército de Galileos desilusionado y disperso, mientras Iras, la
bella hija de Baltasar, denuncia su falta de ambición y lo abandona por su
enemigo Messala. Ben-Hur lucha con su corazón por un hombre que puede curar la
lepra, pero que se niega a salvarse a sí mismo.
La
novela acierta a integrar los elementos de ficción dentro de este contexto
histórico. El lector sigue la caída en desgracia del príncipe judío Ben-Hur
durante la época de la ocupación romana de Judea, el tiempo en que vivió y murió
Jesucristo. El personaje de Ben-Hur se erige como el máximo exponente de la
negativa del pueblo judío a someterse al ejército invasor, del mismo modo que Moisés
(también encarnado en la gran pantalla por Charlton Heston) ansiaba liberar a
su pueblo del yugo egipcio. Es, por otro lado, el epítome del hombre que
antepone el bienestar de los suyos a sí mismo. Cae en desgracia, acusado falsamente
de haber atentado contra el poder romano, personificado por Graco y Messala.
Pierde su fortuna (material y personal) y es condenado a la vida penosa de un
galeote. Sin embargo, su coraje le hace sobrevivir al naufragio de la galera e
incluso salva de la muerte al romano Quinto Arrio. Ben-Hur trata a los suyos
con benevolencia y amor, reivindica constantemente su condición de judío, a
pesar de haber sido adoptado por un rico patricio y gozar de la ciudadanía
romana. Sabe discernir entre el bien y el mal, tiene fe y logra al fin entender
que Jesucristo no es el Rey de Israel belicoso y vengativo que él esperaba al
comienzo; Su reino, comprende, no es de este mundo. Ben-Hur es, en definitiva,
un personaje de sólidos principios morales.
Ben-Hur logró un éxito inmediato, superando al de La cabaña del tío Tom como la novela norteamericana más vendida hasta
1936, año de la publicación de Lo que el
viento se llevó. Creo, por todo lo dicho, que sobran las razones para disfrutar de esta hermosa novela.
A.G.
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