Ángeles fugaces (2001)
Tracy Chevalier
El día después de la
muerte de la reina Victoria, dos familias visitan tumbas próximas en un
cementerio londinense. Una de ellas es
una urna, mientras la otra está decorada con un ángel. Los Waterhouse admiran a
la reina recién fallecida y se aferran a las tradiciones victorianas. Los
Coleman, sin embargo, desean una sociedad más moderna. Pero el destino quiere
que ambas familias acaben siendo vecinas. Sus hijas se hacen amigas, gracias
también a su fijación compartida por el cementerio, y pronto se les une en esta
nueva amistad Simon Field, el hijo del sepulturero.
Maude Coleman es una
niña inteligente y educada, buena observadora y reflexiva. Su amiga, Lavinia Waterhouse,
es sin embargo algo estúpida y superficial, aunque muy hermosa, y le gusta
llevar vestidos especialmente elegidos para cada ocasión. Es precisamente esta
contraposición entre sus caracteres lo que les hace que se complementen tan
bien y crezca entre ellas una gran amistad.
Lavinia y Maude
ejemplifican, pues, el contrapunto entre dos formas distintas de ver la vida.
Mientras la primera parece una chica real de su tiempo, preocupada por la moda
y los actos sociales, y sin aspiraciones sociales que vayan más allá de echarle
el guante a un buen marido, la segunda es una chica madura con ciertas
inquietudes intelectuales que añora la figura de una madre tradicional con la
que pasar más tiempo.
A medida que las niñas
crecen y el nuevo siglo va avanzando, los Waterhouse y los Coleman observan
como los coches sustituyen a los caballos y la electricidad reemplaza a la luz
de gas; Inglaterra se abre paso entre las tinieblas hacia una nueva era, más luminosa
y llena de nuevas esperanzas.
Es entonces cuando Kitty
Coleman, una madre joven y hermosa, mas frustrada e infeliz en su rutinaria
vida de mujer casada de clase alta, comienza su lucha personal por conquistar
una libertad personal de la que carece. Aspira a ver cumplidos unos sueños e
ilusiones virtualmente inalcanzables, demasiado lejanos de la realidad que la
envuelve. El devenir caprichoso de los acontecimientos la arrastrará por un
camino muy distinto al originalmente planeado, de modo que acabará convertirla
en una sufragista. Será precisamente en esta lucha por conseguir el voto para
la mujer (por unos ideales de igualdad y libertad), donde Kitty halle la
verdadera felicidad, si bien habrá de pagar por ello un alto precio. En
contraposición a ella encontramos a Gertrude Waterhouse, una mujer
tradicional que contempla con espanto el comportamiento y excentricidades de su
vecina.
Gran parte de la novela
transcurre en un cementerio. Las dos niñas pasan buena parte de su tiempo cogidas
de la mano mirando las figuras silentes de los ángeles que acompañan algunas
tumbas, mientras los sepultureros cavan. Inmóviles, las dos niñas parecen columbrar
que ése es también el final que el tiempo les depara a ellas.
La novela está
ambientada en la llamada era eduardiana, es decir, aquellos años que transcurren
desde la muerte de la reina Victoria (1901) a la de su hijo Eduardo VII (1910).
Este período fue conocido también como la Belle
Époque, unos años dorados, con largos atardeceres de verano y fiestas de jardín
a las que acudían damas con grandes sombreros. Una época vista después con
nostalgia por los que hubieron de padecer los duros años de la Gran Guerra. A
pesar de la prevalencia del rígido sistema británico de clases sociales
heredado de la época victoriana, la era eduardiana fue testigo de cambios
sociales y económicos que permitieron una cierta movilidad social. Éstos
incluyeron un creciente interés por el sufragio femenino, tal como aborda la
novela, además de por el socialismo, la situación apremiante de los pobres o el
incremento de oportunidades económicas generado por la rápida industrialización.
Es también la época de grandes avances científicos; los años en que Albert
Einstein redactó varios trabajos fundamentales sobre física que le valieron el
grado de doctor por la Universidad de Zúrich y publicó su teoría de la
relatividad especial y otros trabajos que sentarían las bases para la física
estadística y la mecánica cuántica; los años en que Sigmund Freud fue reconocido
oficialmente como el creador del psicoanálisis y recibió el título honorífico doctor honoris causa por la universidad
norteamericana de Clark, gracias a lo cual fue invitado a dar una serie de
conferencias en las que divulgar el psicoanálisis en Estados Unidos. Son
también los años en que se concedieron los primeros premios nobel. Ernest
Rutherford publicó su obra Radioactividad,
Marconi envió las primeras señales transatlánticas de tipo inalámbrica, los
hermanos Wright realizaron su primero vuelo y Amundsen y Scott lideraron las
primeras expediciones al Polo Sur.
Ángeles fugaces tiene, a mi juicio,
una serie de virtudes que podrían llevar a considerarla una novela notable. En
primer lugar, merece destacar la buena caracterización de los personajes, esbozada
con anterioridad, que incluye también a los personajes secundarios: Richard
Coleman (el marido de Kitty), Edith Coleman (la madre viuda de Richard), Alfred
Waterhouse (el marido de Gertrude), Ivy May (su otra hija), o Jenny y la señora
Baker, que trabajan en la casa de los Coleman. En segundo lugar, es también
digno de mención el acertado punto de vista narrativo de la novela: Tracy
Chevalier dota a los personajes de una voz propia, de tal forma que éstas se
van alternando, dando agilidad a la narración. También cuenta la novela con una
excelente ambientación histórica, de la que también hemos presentado un breve
esbozo. Sin embargo, la narración es lenta y carente de acción y no parece ir a
ninguna parte, pues uno tiene la impresión de que no existe en realidad una
historia consistente que contar. Un argumento demasiado pobre que no consiguen
compensar las virtudes anteriormente expuestas, lo que nos lleva a no
considerar Ángeles fugaces como una lectura
digna de recomendar. Después de la grata impresión de su extraordinaria La joven de la perla, una de las mejores
novelas del género, había depositado ciertas expectativas en esta novela y en
su autora, que no se han visto cumplidas.
A.G.
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